domingo, 13 de julio de 2014

Quemando Cromo, de William Gibson (parte I)

Por Maximiliano Ponce


Quemandro Cromo (Burning Chrome), de 1986, reúne los cuentos de William Gibson publicados durante los primeros años de la década de los 80 en diversas revistas de ciencia ficción. Ahí dentro encontramos los ingredientes esenciales de la corriente cyberpunk: hackers temerarios, corporaciones inescrupulosas, trances de realidad virtual, drogas duras, y antros de mala muerte, todo envuelto en una densa aura de niebla y neón. (Estos mismos elementos van a ser desarrollados en Neuromante, primera entrega de la Trilogía del Ensanche). Se trata de un conjunto de relatos sólidos, barrocos, impregnados de esa estética que hoy relacionamos instintivamente con Blade Runner o —para los nacidos en los 90— con la saga Matrix, aunque algunos se apartan un poco de esa línea.          
En dos entradas voy a reseñar los diez cuentos que integran la colección. Vamos con los cinco primeros: 


(PUEDE CONTENER ALGUNOS SPOILERS)

Johnny Mnemónico: Abre la serie y aporta el elemento punk (así como el último relato inyectará la dosis cyber al conjunto). Johnny se gana la vida alquilando su cabeza como disco duro portátil para traficar datos. Los problemas llegan cuando se interna en los bajos fondos para tratar de cobrarse una antigua deuda… Aquí aparece por primera vez Molly —la “joven manos de cuchilla” que tendrá un papel central en Neuromante— y una descripción de los especímenes urbanos que pueblan el submundo del Ensanche. Curiosidad: el cuento sirvió de inspiración (aunque difiere en muchos aspectos) para la película del mismo nombre protagonizada por Keanu Reeves.

El continuo de Gernsback: Un fotógrafo adicto a las anfetaminas recibe un encargo para retratar la arquitectura representativa del “futuro que pudo haber sido y nunca fue”, ese paraíso utópico imaginado durante los años 30 y 40. Mientras realiza su trabajo, empieza a experimentar visiones y alucinaciones de ese “continuo” (el título alude a Hugo Gernsback, editor de la primera revista dedicada al género SF y en cuyo honor se celebran cada año los premios Hugo).


La descripción de los comerciales de mediados de siglo me recuerda a cierto suplemento que publicaba La Razón a fines de los 60 y que detallaba, con retórica optimista, los avances tecnológicos que íbamos a poder disfrutar tan sólo 20 años más tarde. Yo leía estos amarillentos fascículos a mediados de los 90 y sabía que nada de eso había llegado ni llegaría jamás... Eran en su mayoría especulaciones sin perspectiva, basadas en la exageración de algún elemento cotidiano que ya no sería relevante en el “futuro real”, aunque quizás, como sucede en el cuento, convivimos con vestigios de esos "futuros que no fueron" sin siquiera darnos cuenta.


Fragmentos de una rosa holográfica: Organizado alrededor de la poética imagen que da nombre al relato, explora la posibilidad de “grabar” sensaciones físicas y manifestaciones mentales en dispositivos que permiten luego su reproducción con fines de entretenimiento, placer, o comunicación unidireccional (un germen de la tecnología “simestim” o de simulación sensorial que Gibson desarrollará en obras posteriores). Se aparta del ritmo frenético y la atmósfera noir para revelar, a través de viñetas de aire nostálgico, hechos del pasado del protagonista. El uso del flashback y el motivo amoroso lo unen estilísticamente con el séptimo cuento de la serie. 


La especie: Escrito en colaboración con John Shirley (primero de los tres relatos compuestos “a cuatro manos”), narra la creciente obsesión de un aburrido profesor de lingüística por una mujer enigmática que camaleónicamente muta de aspecto y de vestuario para amoldarse a los bares que visita. La persecución culminará en un dramático descubrimiento… 


Regiones apartadas: Una anomalía en la ruta hacia Marte provoca la misteriosa desaparición de naves espaciales. Los cosmonautas que logran regresar, tras una prolongada ausencia, vuelven en estado de shock o sin vida, pero traen del más allá valiosos fragmentos de conocimiento pertenecientes a civilizaciones mucho más avanzadas. Los trastornados viajeros son recibidos en un paraíso artificial llamado “El Cielo”, donde agentes entrenados les prodigan cuidado y atención hasta que la locura o la muerte los devora. Al igual que el anterior, no contiene elementos típicos del cyberpunk, aunque por su original y atrapante argumento es uno de los mejores de la serie. 


            Por acá, la segunda parte.

martes, 1 de julio de 2014

The Two Lonely People

Por Maximiliano Ponce (escrito en junio de 2012; dedicado a Mariano Pennisi) 

Te acordarás de nuestras manos inexpertas,
que en una noche de Villa Crespo balbuceaban, 
ávidas de lejanía, la música pretérita de un río
inaccesible, exhumando en el fondo del San Bernardo
espejos griegos y bestias familiares,
mientras la alegre sombra de Sófocles
jugaba al pool en las mesas contiguas.
Sí, totémicos silencios que nos amparaban
de la bulla de Corrientes,
(Serpiente luminosa que una vez pisamos de punta a punta,
Desafiando a las tribus del exceso con armas mundanas
Y vocablos inéditos)
Recordarás también
Que hace un par de días la ciudad
Sangraba un sueño abúlico,
Sin rumbo, mientras nosotros,
Tímidos oradores,
Hacíamos malabares
En la sala del insomnio.

Siste Viator


Por MP (escrito en mayo de 2012, luego de mi primera visita a Buenos Aires tras radicarme en San Luis) 

* Vuelta a Buenos Aires después de siete meses. A medida que el micro ingresa en la ciudad distingo las callecitas estrechas, mezquinas, las casas iguales y apretujadas, los árboles abatidos y los techos sucios de hojas, bolsas y papel de diario. Son casi las once de la mañana y me alegro de que el cielo esté nublado, de que no sea una prepotencia de azul. Pienso que el color plomizo le conviene a Buenos Aires, que sus fachadas, sus esquinas, sus terrazas conviven mejor en un ámbito gris y uniforme. Al igual que París, su hermana de ultramar, Buenos Aires debería ser siempre en blanco y negro.  

* Ni de mañana, ni en la diurnalidad, ni en la noche vemos de veras la ciudad (J. L. Borges)  

* Como tengo que retirar mi documento, pero no sé cómo ir en colectivo decido caminar. Súbitamente, me acuerdo de un pésimo poema que escribí hace unos años y que terminaba con la frase camino los quinientos cuarenta y nueve pasos / que me separan del registro civil / mientras evalúo en qué invertir / tanta soledad infinitesimal. Sospecho que en esta ocasión la cantidad de pasos será mayor aunque tampoco puedo estar seguro, en cualquier caso el día está ventoso, húmedo y tengo ganas de pasear. Doy con la avenida Alem y avanzo en dirección a Paseo Colón, sobre la ancha vereda que rechaza la luz y que parece un largo pasillo con columnas y candelabros rotos. Veo bancarios, oficinistas, empleados de call center fumando en la vereda. En Buenos Aires, fumar también es una necesidad estética, una forma de agregar más gris al gris. También los rostros son grises, manchados de smog y cenizas. No digo que estén tristes, pero da la sensación de que tienen el corazón fosilizado. Sigo caminando. Más adelante, escucho una melodía de tango. Cuando estoy más cerca compruebo que un señor de saco negro y zapatos entona “Garganta con arena”. A excepción de unos empleados municipales que están almorzando unos sandwiches de fiambre en la entrada de un edificio, la cuadra está vacía. Ellos escuchan, en silencio.



* “Los silbidos, la gente que iba silbando por la calle, eso era lo que extrañaba de Buenos Aires” (extracto de “Martín Hache”).

* En casa de mi hermana, vi el último pedazo de la película de Aristarain y supe enseguida que querría volver a verla. Ahora me pregunto si aquel cantor que dedicaba su tango a los barrenderos en Alem no será uno de los nombres de la nostalgia, algo así como los silbidos, o como los techos feos, cuadrados y blancos que Hache extrañaba de Buenos Aires.

Hommage à B. E.

Por MP (escrito en junio de 2011; inspirado en la interpretación de "Spring is Here" por el trío de Bill Evans que figura en no recuerdo qué disco del sello Blue Note)

No hace falta verlo para saber que está sentado en el borde del abismo, saco de tweed y raya al costado, tranquilamente acomodado entre el Baldwin y la Nada y como suspendido en una paz totémica, en una calma profunda que nos hace pensar en esos sonámbulos que arrancan flores a la orilla de un precipicio. Pero no todo es ensueño, lo de los ojos cerrados y por eso retrocedemos cuando el cognoscente proclama “lírico”, dictamina “salvaje”, porque sospechamos la orfandad de sentido detrás de las palabras, porque entrevemos una esencia de Apolo sublunar en esos modales de muchacho de New Jersey y sobre todo porque el piano —que más que un piano es un sismógrafo— ya deja escapar el primer suspiro de Spring is Here, y entonces es el vértigo en el estómago, los primeros síntomas de apunamiento a la inversa y los ojos acostumbrándose a la penumbra primigenia, al descenso ineluctable mientras desde arriba unas manos blanquísimas nos mantienen a flote, nos atrapan y nos abandonan a una caída libre en cámara lenta y desde algún lugar, atravesando el aire negro, aparece la vara de Motian golpeando el disco solar, desparramando luciérnagas subterráneas como chispas fosforescentes que van inflamando el túnel por donde asciende la purísima letanía de Bill Evans, y un poco más abajo, el ronroneo del contrabajo bogando como un sifonóforo ciego, caprichosamente luchando y estremeciéndose en las manos del capitán LaFaro que amenaza con sofocarlo con un golpe de arco. Ya casi tocamos fondo cuando deviene el derrumbe, un martilleo luminoso abre la garganta del túnel y nos deposita en un espacio vastísimo, una ciudadela minada de terrones preciosos, de ruinas incandescentes, y en el momento menos pensado Stars appear! y nos preguntamos por qué esta vez la noche nos invita, qué tiene de especial y quizás entonces entendamos que para escuchar a Bill Evans mejor apagar las estrellas, rodar hasta el corazón de las Marianas sin Trieste, sin Rama Dorada, caer en un sueño milenario hasta que algo nos termine por despertar, una ausencia, un sismo. Después del último derrumbe a nadie se le escapa que este descenso también era una ilusión, que no era otra cosa que las fantasmagorías terrenales levantando vuelo como himnos eucásticos, sublimándose, buscando la comunión en el brillo incorrupto de las esferas celestes, y nosotros, simples testigos del engaño, desplazados y anestesiados por la melopea encantatoria, despertamos con un cosquilleo en la punta de la lengua y los oídos y nos sentimos confundidos y a salvo, un poco como Jacob pero sin escalera, sin ángeles, sin sed. 

fotografía de David Redfern
 

sábado, 28 de junio de 2014

Brubeck o las armas secretas del jazz

Por MP (escrito en octubre de 2013)

En 1959, el mítico cuarteto integrado por Dave Brubeck (piano), Paul Desmond (saxo alto), Joe Morello (batería), y Eugene Wright (contrabajo), brindó un concierto en la Universidad de Roma. Una gastada grabación captura la ejecución de una de las piezas del repertorio: These foolish things.

Tras una intro breve y algo convencional, Desmond comienza a entonar la famosa melodía del standard de Jack Strachey, pero enseguida, como si fuera un niño inquieto y revoltoso, incapaz de obedecer, se aparta de la línea original para jugar con sus propios leitmotivs. No hay tiempo para una exposición cabal: los dedos y los labios hormiguean; el Genio caprichoso que habita en el interior del instrumento ya desgrana un solo milimétrico, cerebral, empalagosamente equilibrado.

Los tres minutos de lirismo acaramelado culminan en una efusiva ovación del auditorio.  Es el turno de Brubeck.

Es el líder del grupo, pero arranca su improvisación con una secuencia tímida, como si fuera un afinador probando el sonido de un piano recién salido de fábrica. Transcurren algunos compases; algo cambió. Debajo de la desdibujada línea melódica, construida con notas repetidas y aproximaciones cromáticas, empieza a asomar un colchón de acordes cada vez más sólido y robusto. El pedal entra en escena y entonces el solo ya deviene marea, torrente febril y caudaloso, que amenaza con tragarse al mismo ejecutante, al cuarteto completo y a la apretada platea de estudiantes italianos que escuchan bien aferrados a las gradas, incrédulos y perplejos.

Y es que Brubeck habla otro idioma. En su toque no hay swing, ni blue notes, ni rubatos, ni mucho menos la mentada sangre africana. Su lenguaje es deliberadamente oscuro, barroco, mesmérico, más cercano a los excesos de Scriabin que a los artificios de un Duke Ellington. 

Su exposición termina en el más completo silencio. No se oye ni un abucheo ni un aplauso. La osadía, parece, fue castigada con la más cruel indiferencia. O más bien, nadie entendió nada pero quieren seguir con la función, dejar atrás el incómodo exabrupto.  

Dicen que durante los solos, los jazzmen exhiben sus habilidades con el propósito de asombrar o intimidar al oponente. Si esa retórica beligerante es correcta, en aquella ocasión el pianista sacó a relucir sus armas secretas.

La apatía juvenil no lo inmutó porque no tocaba para el público sino contra Desmond. A la pureza y a la templanza opuso el exceso y la irreverencia. Tal vez en el fondo, aquello no era más que la cacareada dialéctica de “la bella y la bestia”.




miércoles, 25 de junio de 2014

No están tristes; juegan al Candy Crush

Por MP


Pululan en casi todas las grandes (y no tan grandes) ciudades. En San Luis, por ejemplo, su número es aún incipiente pero imagino que en Buenos Aires son legión. Su rostro es un misterio, porque avanzan con la cabeza gacha, como toros a punto de embestir un objetivo invisible y desconocido. Sin embargo, solamente a partir de la observación de la parte superior de sus cabezas podemos inferir algunos datos útiles: sexo, edad, régimen higiénico, gustos musicales, inclinación política, extracción social…     
Sólo renuncian a mirar hacia abajo en las esquinas; aunque algunos, más osados, confían plenamente en su sentido auditivo y evitan esas desagradables interrupciones.
Las lenguas maliciosas aseguran que arruinaron la industria del sombrero, aunque lo cierto es que ya estaba arruinada desde mucho antes. A mí, su desprecio por el mundo tangible me da ternura. Creo que me caen bien.   
Después de esquivar a dos o tres ejemplares de esta especie llegué a casa y abrí la página de la RAE para sacarme una duda:

cabizbajo, ja.
1. adj. Dicho de una persona: Que tiene la cabeza inclinada hacia abajo por abatimiento, tristeza o cuidados graves.
          Basta salir a la calle para ver que los “cabizbajos” —ese lumpen género urbano— son en realidad transeúntes compenetrados con sus dispositivos en una íntima y placentera comunión. La inclinación de sus cráneos no es signo de abatimiento sino de felicidad. A un improbable visitante de otro mundo, perturbado por el comportamiento de esta singular raza, lo podríamos tranquilizar con una mano en el hombro y una dramática revelación: “No están tristes; juegan al Candy Crush”.

domingo, 22 de junio de 2014

Vivir en Buenos Aires (I)




Vivíamos en un monoambiente oscuro y ruidoso. Esos eran sus atributos principales, aunque no figuraban en la descripción de los clasificados o en el monólogo del locador. Oscuridad y ruido. No había manera de atenuar un defecto sin potenciar el otro. Por ejemplo, podíamos abrir al máximo la persiana para intentar atrapar unos raquíticos rayos de sol pero lo único que entraba, y a raudales, era el universo sonoro de los vecinos. Forcejeos de cerradura, portazos, llantos de niños, ladridos, discusiones, televisores a todo volumen. No había que afinar mucho el oído para oir un taconeo en el vestíbulo de la planta baja o el chisporroteo de una sartén en el apartamento de enfrente. Una vez captamos con absoluta claridad un maullido agónico en la terraza. Y hasta un bostezo en el pasillo. 

Del mismo modo, podíamos bajar las persianas y correr las cortinas para evitar el alboroto, pero entonces la falta de estímulos visuales nos desorientaba. A la media hora del encierro nos sentíamos cansados y melancólicos. Y ni siquiera así lográbamos un silencio absoluto. Todo el ambiente era una caja de resonancia que amplificaba hasta las más mínimas vibraciones del exterior y las emparejaba en volumen y jerarquía. La combustión de un fósforo, la descarga de un inodoro, la explosión de poleas del ascensor. Todo lo mismo. Una abigarrada y estridente paleta sonora. Luigi Russolo se habría hecho una panzada.   

Lo que más deseábamos era una cáscara hermética que nos permitiera apreciar los frágiles murmullos de la intimidad: el tintineo de una cucharita dentro de una taza, el revuelo de las páginas de un libro, el sordo impacto de la ropa cayendo al piso. Y el silencio, de pronto atravesado por una carcajada luminosa.