jueves, 18 de septiembre de 2014

La delgada línea entre vida y literatura

Por Maximiliano Ponce



No soy un lector maratonista pero leí Las cosas, de Georges Perec, de un tirón. Se trata de una novela de 144 páginas (en mi versión PDF) compuesta por alrededor de 35 mil palabras. En términos temporales, cerca de unas cuatro horas de lectura (era de día cuando empecé; de noche cuando terminé).
¿Por qué semejante arrebato? Creo que la palabra apropiada es “empatía”. A medida que avanzaba en la lectura me di cuenta de que muchos de los episodios narrados eran muy similares a los de una parte importante (y reciente) de mi vida, una que comenzó hacia finales de 2011, con la decisión de abandonar Buenos Aires y radicarme en San Luis, y que continúa hasta el presente.  

Sé que las experiencias son inconmensurables. Lo que denominamos “etapa” es con frecuencia un período que por alguna razón nos resulta más fácil de abarcar con el entendimiento (como si colocáramos dos crucecitas en una línea del tiempo y extendiésemos un prolijo arco imaginario de un extremo al otro), pero tales divisiones no existen en la realidad. Estamos inmersos en el continuo y caótico flujo de la existencia. Los límites entre un momento y otro son difusos, imperceptibles, y sólo la perspectiva que nos da el paso del tiempo puede aclarar un poco el panorama. Para algunos (y me incluyo) uno de los propósitos de la literatura es precisamente éste: ordenar las experiencias, transformarlas de modo que podamos aprehenderlas con el intelecto, con toda la ganancia y la pérdida que eso conlleva.


Pero por ahora volvamos a Perec.


Esta “historia de los años 60” —que también podría transcurrir en el siglo XXI—, cuenta las peripecias de Jérôme y Sylvie, una pareja de jóvenes de clase media, sin títulos universitarios, y con gustos y aspiraciones aristocráticas que no se pueden permitir a causa de su empleo mediocre y mal remunerado. 

La historia está contada en un registro objetivo, que por momentos destila cierta crudeza e ironía. Como ya lo anticipa su título, el papel preponderante lo desempeñan los objetos, “las cosas” (esas que Jérôme y Sylvie desean y no tienen, las que admiran, las que miran con recelo, las que desprecian, las que buscan con desesperación, las que ganan, las que compran, las que pierden y las que no quieren perder).

Y como buenos soñadores que son, la historia comienza con la descripción de lo que para ellos sería un universo idílico, incluyendo todos sus detalles decorativos:


Habría una cocina amplia y clara, con baldosas azules decoradas con escudos, tres platos de porcelana decorados con arabescos amarillos, de reflejos metálicos, alacenas por todas partes, una bella mesa de madera blanca colocada en el centro, taburetes, bancos.


Pronto nos queda en claro que su realidad cotidiana es bastante menos romántica…


No tenían más que lo que merecían tener. Mientras soñaban con espacio, con luz, con silencio, eran devueltos a la realidad, no sombría, pero sí mezquina simplemente —lo que quizá era peor—, de su vivienda exigua, de sus comidas corrientes, de sus vacaciones escasas. Era lo que correspondía a su situación económica, a su posición social.


El texto abunda en enumeraciones, listas, registros, catálogos, y todo ese vicio acumulativo que constituye el universo literario del escritor francés.
 Los estudiantes, las uñas, los jarabes para la tos, las máquinas de escribir, los abonos, los tractores, el tiempo libre, los regalos, la papelería, el blanco, la política, las autopistas, las bebidas alcohólicas, las aguas minerales, los quesos y las conservas, las lámparas y los visillos, los seguros, el jardín. Nada de lo que era humano les fue ajeno.
Por fin, hartos del sufrimiento que les provocan las continuas privaciones —“París entero era una perpetua tentación”— los dos jóvenes deciden cambiar de vida. Y el cambio es drástico. Sylvie conseguirá trabajo en Túnez, así que de un día para otro la parejita dejará todo para probar suerte lejos de la capital de las luces, que los enceguece con su brillo excesivo. Allí sufrirán una especie de metamorfosis. Sfax se les presenta como una ciudad hostil, austera, deprimente; el reverso de la metrópolis europea. 

Durante kilómetros y kilómetros se extendían jardines minúsculos, setos de chumberas, casuchas de barro y paja, chabolas de lata y de cartón; luego venían inmensas lagunas desiertas y pútridas, y, en torno, hasta el infinito, los primeros olivares. Vagaban horas enteras, pasaban ante cuarteles, cruzaban terrenos baldíos, zonas pantanosas.

El ascético estilo de vida termina por consumirlos. Se vuelven seres apáticos, indiferentes a su entorno. Ya no desean; nada los apasiona, nada los conmueve. Sin embargo, más que a una agonía, esta etapa se parece a una convalescencia, una lenta recuperación del frenesí parisino… 

Su vida era como una costumbre muy larga, como un hastío casi tranquilo: una vida sin nada extraordinario (…). Eran sonámbulos. Ya no sabían lo que querían. Estaban desposeídos.


La historia propiamente dicha termina acá. Pero en un epílogo, el narrador se atreve a vaticinar el regreso —triunfal— de Jérôme y Sylvie a su antigua vida.   


—¿Y si volvemos?— dirá uno.

—Todo podría ser como antes— dirá el otro.


"Volverán a París y será una verdadera fiesta", aunque más no sea para recordar que la insatisfacción es una cruz perpetua:

Se mirarán, una vez más, con una sonrisa cómplice. El mantel limpio, los cubiertos macizos, marcados con el emblema de Wagons–Lits, los platos gruesos y decorados con un escudo, parecerán el preludio de un festín suntuoso. Pero la comida que les servirán será francamente insípida.  


Quizás sería forzar demasiado los paralelismos si nos veo a A. y a mí como a Jérôme y Sylvie, si considero a París como Buenos Aires, a Sfax como San Luis, a las encuestas publicitarias como a nuestras llamadas de call-center, etcétera, pero en más de una ocasión sentí ese juego de afinidades, esa profunda identificación con los personajes y las situaciones que Nabokov siempre desaconsejaba en los lectores pero que yo, lo admito, me niego a abandonar. Mientras leía, me parecía que las penurias de Jérôme y Sylvie, sus deseos, sus privaciones, sus miedos, sus incertidumbres, sus insatifacciones, sus alegrías, sus rabias y sus tristezas, también eran las nuestras.
Naturalmente, acá también entra en juego lo crucial del momento. Y es que esta obra no habría tenido en mí el mismo efecto de haberla leído algunos años atrás, cuando todavía vivía en Buenos Aires, cuando mi vida no se parecía en absoluto a lo que sería un tiempo después. Quizás me hubiera gustado por otros motivos, pero no por su capacidad de condensar (aunque más no sea a través de "resonancias") una importante etapa de mi vida.
Si alguien me lo preguntara, diría que acá se acabaron las similitudes. Vida y literatura, por fin, toman rumbos diferentes. Volver no está en nuestros planes, aunque pensándolo bien... quién sabe...

domingo, 31 de agosto de 2014

¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!, de Harry Harrison

Por Maximiliano Ponce



“Sus árboles fueron quemados hace muchas décadas, sus colinas aplanadas, y las límpidas lagunas desecadas y rellenadas de tierra, en tanto que los cristalinos manantiales han sido aprisionados bajo tierra y vierten sus puras aguas directamente en las cloacas. Alargando sus tentáculos urbanizadores desde su isla natal, la ciudad se ha convertido en una megalópolis con cuatro de sus cinco barrios cubriendo la mitad de una isla sobre un centenar y medio de kilómetros de longitud, engullendo a otra isla y desparramándose río Hudson arriba por el continente norteamericano”. 



Esta sombría descripción de Nueva York sirve de prólogo a la novela de Harrison Make Room! Make room! (1966), que explora temas como la superpoblación, la depredación de los recursos, la contaminación y la desigualdad social. A diferencia de otras obras disutópicas, acá la amenaza no se encuentra en el abuso de poder de un Estado totalitario —como en 1984 o en Un Mundo Feliz— sino que es producto de su falta de acción a la hora de decidir cuestiones centrales como el control de natalidad o la administración de los recursos.

Como siempre, dentro de la novela habrá quienes interpreten esta decadencia como signo inequívoco del Apocalipsis. El final dejará en claro que se trata de una lectura incorrecta. En este mundo agonizante no tenemos siquiera el privilegio de formar parte de un plan divino (por perverso que éste fuera). Todo esto constituye el telón de fondo en el que se desarrollará la trama.



(Atención: spoilers)

El procedimiento elegido por Harrison es el de colocar a un puñado de personajes en una situación extrema y obligarlos a mostrar su verdadera esencia (esa cara que muchas veces, la sociedad civilizada, nos permite ocultar). Entre el mosaico de reacciones aflora el “sálvese quien pueda” (encarnado por la materialista Shirle y el marginado Billy Chung, aunque con distinta suerte), el “resiste hasta el final” (éste es Andy, quizás el único personaje íntegro de la novela), y el utópico “hay que cambiar el mundo”, que contagia al anciano Sol y lo arrastra a su muerte.
Andy y Schirle, en la versión cinematográfica de la novela, llamada "Soylent Green"


El autor no afloja en ningún momento su visión pesimista. Si nos concede un idilio romántico, es sólo para mostrarnos que no es más que pura apariencia, sostenida en una transitoria comodidad material (el mes de convivencia de Andy y Shirle en la mansión de Big Mike). Esto hace que casi todas las historias tengan un desenlace amargo.  

Es interesante también la estrategia narrativa elegida por Harrison. En el primer capítulo nos presenta al agente de polícia Andy Rusch y a Sol, su compañero de cuarto. La escena del saqueo que cierra la primera parte sirve para introducir al desdichado Billy Chung, cuya desesperación lo llevará más tarde al asesinato de Big Mike. El crimen deja desamparada a Shirle, y ahí es cuando vuelve a entrar en escena Andy, en su papel de protector y luego, de amante. Se trata de una interconexión entre los personajes al estilo “efecto mariposa”, en el que la más mínima acción termina repercutiendo en el otro.

Otro punto a favor son las descripciones. Harrison logra exacerbar esa incomodidad que todos experimentamos alguna vez viajando en un colectivo demasiado lleno… calor excesivo, aglomeración, transpiración de los cuerpos. El resultado es agobiante.

También nos regala algunas imágenes memorables, como el cementerio de autos, que los sin techo utilizan como pensión gratuita, o las oscuras y silenciosas estaciones de subterráneo, que el "Departamento de Bienestar" destina como refugios para familias desamparadas.

Pero lo que motoriza la trama sigue siendo el contraste entre los personajes, la moral detrás de sus elecciones. Y es que para algunos, “si Dios no existe, todo está permitido”.

domingo, 3 de agosto de 2014

El espectro del Titanic, de Arthur C. Clarke

Por Maximiliano Ponce


¿Es posible que la misma Naturaleza que lo hundió sea la responsable de frustar los esfuerzos por reflotarlo un siglo después? Esta idea recorre la trama de El espectro del Titanic (The Ghost from the Grand Banks), una novela de Arthur C. Clarke publicada en 1990.


Con distintos medios y propósitos, dos grupos de empresarios buscarán sacar la nave a la superficie (cada cual eligirá su mitad). No queda mucho tiempo: el 2012, centenario del naufragio, marca el final de la cuenta regresiva, y aparte de la conmemoración hay intereses personales de por medio.



¿Quiénes están detrás de esta monumental empresa? Por un lado el excéntrico matrimonio Craig, célebre por salvar a importantes compañías del temido “efecto 2000” —o Y2K, su apodo más popular— y con una extraña obsesión por el conjunto Mandelbrot y sus lisérgicos diseños. Su estrategia, paradójicamente, consiste en envolver la popa en una burbuja de hielo flotante... 
En la otra esquina está el clan de los Parkinson, una rica familia inglesa que, con el asesoramiento del inventor Roy Emerson, empleará millones de microesferas de cristal para subir la proa. 
Entre ambos bandos actuará de árbitro Jason Bradley, un intrépido ingeniero oceánico, experto en el arte de espantar pulpos gigantes y otras habilidades submarinas.  



No es la novela más conocida de este autor —pertenece a su última etapa— pero sí la primera que leí de él. Y lo que me gustó, viniendo de un escritor de la hard SF, es que la historia está salpicada de pasiones y dramas humanos que la convierten en algo más que una fría y vanidosa carrera tecnológica entre magnates. Ahí entra, por ejemplo, la fascinación por los números que lleva a la locura mística; la fantasía de “resucitar” un cuerpo criogenizado; y una pregunta inquietante: ¿será el Titanic ese amuleto perdido que dará cuenta de nuestra existencia cuando el sol se haya apagado y no existamos más?


A 102 años del naufragio, los esfuerzos por “sacar a flote” el trasatlántico con tecnología 3D y la construcción de una réplica —Titanic II— que lleva adelante el multimillonario Clive Palmer parecen confirmar la fascinación que todavía hoy existe por esa cápsula hundida en las profundidades del mar y del tiempo.