sábado, 28 de junio de 2014

Brubeck o las armas secretas del jazz

Por MP (escrito en octubre de 2013)

En 1959, el mítico cuarteto integrado por Dave Brubeck (piano), Paul Desmond (saxo alto), Joe Morello (batería), y Eugene Wright (contrabajo), brindó un concierto en la Universidad de Roma. Una gastada grabación captura la ejecución de una de las piezas del repertorio: These foolish things.

Tras una intro breve y algo convencional, Desmond comienza a entonar la famosa melodía del standard de Jack Strachey, pero enseguida, como si fuera un niño inquieto y revoltoso, incapaz de obedecer, se aparta de la línea original para jugar con sus propios leitmotivs. No hay tiempo para una exposición cabal: los dedos y los labios hormiguean; el Genio caprichoso que habita en el interior del instrumento ya desgrana un solo milimétrico, cerebral, empalagosamente equilibrado.

Los tres minutos de lirismo acaramelado culminan en una efusiva ovación del auditorio.  Es el turno de Brubeck.

Es el líder del grupo, pero arranca su improvisación con una secuencia tímida, como si fuera un afinador probando el sonido de un piano recién salido de fábrica. Transcurren algunos compases; algo cambió. Debajo de la desdibujada línea melódica, construida con notas repetidas y aproximaciones cromáticas, empieza a asomar un colchón de acordes cada vez más sólido y robusto. El pedal entra en escena y entonces el solo ya deviene marea, torrente febril y caudaloso, que amenaza con tragarse al mismo ejecutante, al cuarteto completo y a la apretada platea de estudiantes italianos que escuchan bien aferrados a las gradas, incrédulos y perplejos.

Y es que Brubeck habla otro idioma. En su toque no hay swing, ni blue notes, ni rubatos, ni mucho menos la mentada sangre africana. Su lenguaje es deliberadamente oscuro, barroco, mesmérico, más cercano a los excesos de Scriabin que a los artificios de un Duke Ellington. 

Su exposición termina en el más completo silencio. No se oye ni un abucheo ni un aplauso. La osadía, parece, fue castigada con la más cruel indiferencia. O más bien, nadie entendió nada pero quieren seguir con la función, dejar atrás el incómodo exabrupto.  

Dicen que durante los solos, los jazzmen exhiben sus habilidades con el propósito de asombrar o intimidar al oponente. Si esa retórica beligerante es correcta, en aquella ocasión el pianista sacó a relucir sus armas secretas.

La apatía juvenil no lo inmutó porque no tocaba para el público sino contra Desmond. A la pureza y a la templanza opuso el exceso y la irreverencia. Tal vez en el fondo, aquello no era más que la cacareada dialéctica de “la bella y la bestia”.




miércoles, 25 de junio de 2014

No están tristes; juegan al Candy Crush

Por MP


Pululan en casi todas las grandes (y no tan grandes) ciudades. En San Luis, por ejemplo, su número es aún incipiente pero imagino que en Buenos Aires son legión. Su rostro es un misterio, porque avanzan con la cabeza gacha, como toros a punto de embestir un objetivo invisible y desconocido. Sin embargo, solamente a partir de la observación de la parte superior de sus cabezas podemos inferir algunos datos útiles: sexo, edad, régimen higiénico, gustos musicales, inclinación política, extracción social…     
Sólo renuncian a mirar hacia abajo en las esquinas; aunque algunos, más osados, confían plenamente en su sentido auditivo y evitan esas desagradables interrupciones.
Las lenguas maliciosas aseguran que arruinaron la industria del sombrero, aunque lo cierto es que ya estaba arruinada desde mucho antes. A mí, su desprecio por el mundo tangible me da ternura. Creo que me caen bien.   
Después de esquivar a dos o tres ejemplares de esta especie llegué a casa y abrí la página de la RAE para sacarme una duda:

cabizbajo, ja.
1. adj. Dicho de una persona: Que tiene la cabeza inclinada hacia abajo por abatimiento, tristeza o cuidados graves.
          Basta salir a la calle para ver que los “cabizbajos” —ese lumpen género urbano— son en realidad transeúntes compenetrados con sus dispositivos en una íntima y placentera comunión. La inclinación de sus cráneos no es signo de abatimiento sino de felicidad. A un improbable visitante de otro mundo, perturbado por el comportamiento de esta singular raza, lo podríamos tranquilizar con una mano en el hombro y una dramática revelación: “No están tristes; juegan al Candy Crush”.

domingo, 22 de junio de 2014

Vivir en Buenos Aires (I)




Vivíamos en un monoambiente oscuro y ruidoso. Esos eran sus atributos principales, aunque no figuraban en la descripción de los clasificados o en el monólogo del locador. Oscuridad y ruido. No había manera de atenuar un defecto sin potenciar el otro. Por ejemplo, podíamos abrir al máximo la persiana para intentar atrapar unos raquíticos rayos de sol pero lo único que entraba, y a raudales, era el universo sonoro de los vecinos. Forcejeos de cerradura, portazos, llantos de niños, ladridos, discusiones, televisores a todo volumen. No había que afinar mucho el oído para oir un taconeo en el vestíbulo de la planta baja o el chisporroteo de una sartén en el apartamento de enfrente. Una vez captamos con absoluta claridad un maullido agónico en la terraza. Y hasta un bostezo en el pasillo. 

Del mismo modo, podíamos bajar las persianas y correr las cortinas para evitar el alboroto, pero entonces la falta de estímulos visuales nos desorientaba. A la media hora del encierro nos sentíamos cansados y melancólicos. Y ni siquiera así lográbamos un silencio absoluto. Todo el ambiente era una caja de resonancia que amplificaba hasta las más mínimas vibraciones del exterior y las emparejaba en volumen y jerarquía. La combustión de un fósforo, la descarga de un inodoro, la explosión de poleas del ascensor. Todo lo mismo. Una abigarrada y estridente paleta sonora. Luigi Russolo se habría hecho una panzada.   

Lo que más deseábamos era una cáscara hermética que nos permitiera apreciar los frágiles murmullos de la intimidad: el tintineo de una cucharita dentro de una taza, el revuelo de las páginas de un libro, el sordo impacto de la ropa cayendo al piso. Y el silencio, de pronto atravesado por una carcajada luminosa.