En 1959, el mítico cuarteto integrado por Dave Brubeck (piano), Paul
Desmond (saxo alto), Joe Morello (batería), y Eugene Wright (contrabajo), brindó un concierto en la
Universidad de Roma. Una gastada grabación captura la ejecución de una de las
piezas del repertorio: These foolish
things.
Tras
una intro breve y algo convencional, Desmond comienza a entonar la famosa melodía
del standard de Jack Strachey, pero enseguida, como si fuera un niño inquieto y
revoltoso, incapaz de obedecer, se aparta de la línea original para jugar con
sus propios leitmotivs. No hay tiempo
para una exposición cabal: los dedos y los labios hormiguean; el Genio caprichoso
que habita en el interior del instrumento ya desgrana un solo milimétrico, cerebral,
empalagosamente equilibrado.
Los
tres minutos de lirismo acaramelado culminan en una efusiva ovación del
auditorio. Es el turno de Brubeck.
Es
el líder del grupo, pero arranca su improvisación con una secuencia tímida, como
si fuera un afinador probando el sonido de un piano recién salido de fábrica. Transcurren
algunos compases; algo cambió. Debajo de la desdibujada línea melódica,
construida con notas repetidas y aproximaciones cromáticas, empieza a asomar un
colchón de acordes cada vez más sólido y robusto. El pedal entra en escena y
entonces el solo ya deviene marea, torrente febril y caudaloso, que amenaza con
tragarse al mismo ejecutante, al cuarteto completo y a la apretada platea de
estudiantes italianos que escuchan bien aferrados a las gradas, incrédulos y
perplejos.
Y
es que Brubeck habla otro idioma. En su toque no hay swing, ni blue notes, ni
rubatos, ni mucho menos la mentada sangre africana. Su lenguaje es deliberadamente
oscuro, barroco, mesmérico, más cercano a los excesos de Scriabin que a los
artificios de un Duke Ellington.
Su
exposición termina en el más completo silencio. No se oye ni un abucheo ni un aplauso.
La osadía, parece, fue castigada con la más cruel indiferencia. O más bien, nadie
entendió nada pero quieren seguir con la función, dejar atrás el incómodo
exabrupto.
Dicen
que durante los solos, los jazzmen exhiben
sus habilidades con el propósito de asombrar o intimidar al oponente. Si esa
retórica beligerante es correcta, en aquella ocasión el pianista sacó a relucir
sus armas secretas.
La
apatía juvenil no lo inmutó porque no tocaba para el público sino contra Desmond. A la pureza y a la
templanza opuso el exceso y la irreverencia. Tal vez en el fondo, aquello no
era más que la cacareada dialéctica de “la bella y la bestia”.