“Sus árboles fueron quemados hace muchas décadas, sus colinas aplanadas, y las límpidas lagunas desecadas y rellenadas de tierra, en tanto que los cristalinos manantiales han sido aprisionados bajo tierra y vierten sus puras aguas directamente en las cloacas. Alargando sus tentáculos urbanizadores desde su isla natal, la ciudad se ha convertido en una megalópolis con cuatro de sus cinco barrios cubriendo la mitad de una isla sobre un centenar y medio de kilómetros de longitud, engullendo a otra isla y desparramándose río Hudson arriba por el continente norteamericano”.
Esta sombría descripción de Nueva
York sirve de prólogo a la novela de Harrison Make Room! Make room! (1966), que explora temas como
la superpoblación, la depredación de los recursos, la contaminación y la
desigualdad social. A diferencia de otras obras disutópicas, acá la amenaza no se
encuentra en el abuso de poder de un Estado totalitario —como en 1984 o en Un Mundo Feliz— sino que es producto de su falta de acción a la
hora de decidir cuestiones centrales como el control de natalidad o la administración de los recursos.
Como siempre, dentro de la novela
habrá quienes interpreten esta decadencia como signo inequívoco del
Apocalipsis. El final dejará en claro que se trata de una lectura incorrecta. En
este mundo agonizante no tenemos siquiera el privilegio de formar parte de un
plan divino (por perverso que éste fuera). Todo esto constituye el telón de
fondo en el que se desarrollará la trama.
(Atención: spoilers)
El procedimiento elegido por Harrison
es el de colocar a un puñado de personajes en una situación extrema y obligarlos
a mostrar su verdadera esencia (esa cara que muchas veces, la sociedad
civilizada, nos permite ocultar). Entre el mosaico de reacciones aflora el “sálvese
quien pueda” (encarnado por la materialista Shirle y el marginado Billy Chung, aunque
con distinta suerte), el “resiste hasta el final” (éste es Andy, quizás el
único personaje íntegro de la novela), y el utópico “hay que cambiar el mundo”,
que contagia al anciano Sol y lo arrastra a su muerte.
Andy y Schirle, en la versión cinematográfica de la novela, llamada "Soylent Green" |
El autor no afloja en ningún momento su
visión pesimista. Si nos concede un idilio romántico, es sólo para mostrarnos
que no es más que pura apariencia, sostenida en una transitoria comodidad
material (el mes de convivencia de Andy y Shirle en la mansión de Big Mike).
Esto hace que casi todas las historias tengan un desenlace amargo.
Es interesante también la estrategia
narrativa elegida por Harrison. En el primer capítulo nos presenta al agente de
polícia Andy Rusch y a Sol, su compañero de cuarto. La escena del saqueo que
cierra la primera parte sirve para introducir al desdichado Billy Chung, cuya
desesperación lo llevará más tarde al asesinato de Big Mike. El crimen deja
desamparada a Shirle, y ahí es cuando vuelve a entrar en escena Andy, en su papel de protector y luego, de amante. Se trata
de una interconexión entre los personajes al estilo “efecto mariposa”, en el
que la más mínima acción termina repercutiendo en el otro.
Otro punto a favor son las descripciones.
Harrison logra exacerbar esa incomodidad que todos experimentamos alguna vez
viajando en un colectivo demasiado lleno… calor excesivo, aglomeración,
transpiración de los cuerpos. El resultado es agobiante.
También nos regala algunas imágenes
memorables, como el cementerio de autos, que los sin techo utilizan como
pensión gratuita, o las oscuras y silenciosas estaciones de subterráneo, que el "Departamento de Bienestar" destina como refugios para familias desamparadas.
Pero lo que motoriza la trama sigue
siendo el contraste entre los personajes, la moral detrás de sus elecciones. Y
es que para algunos, “si Dios no existe, todo está permitido”.