domingo, 22 de junio de 2014

Vivir en Buenos Aires (I)




Vivíamos en un monoambiente oscuro y ruidoso. Esos eran sus atributos principales, aunque no figuraban en la descripción de los clasificados o en el monólogo del locador. Oscuridad y ruido. No había manera de atenuar un defecto sin potenciar el otro. Por ejemplo, podíamos abrir al máximo la persiana para intentar atrapar unos raquíticos rayos de sol pero lo único que entraba, y a raudales, era el universo sonoro de los vecinos. Forcejeos de cerradura, portazos, llantos de niños, ladridos, discusiones, televisores a todo volumen. No había que afinar mucho el oído para oir un taconeo en el vestíbulo de la planta baja o el chisporroteo de una sartén en el apartamento de enfrente. Una vez captamos con absoluta claridad un maullido agónico en la terraza. Y hasta un bostezo en el pasillo. 

Del mismo modo, podíamos bajar las persianas y correr las cortinas para evitar el alboroto, pero entonces la falta de estímulos visuales nos desorientaba. A la media hora del encierro nos sentíamos cansados y melancólicos. Y ni siquiera así lográbamos un silencio absoluto. Todo el ambiente era una caja de resonancia que amplificaba hasta las más mínimas vibraciones del exterior y las emparejaba en volumen y jerarquía. La combustión de un fósforo, la descarga de un inodoro, la explosión de poleas del ascensor. Todo lo mismo. Una abigarrada y estridente paleta sonora. Luigi Russolo se habría hecho una panzada.   

Lo que más deseábamos era una cáscara hermética que nos permitiera apreciar los frágiles murmullos de la intimidad: el tintineo de una cucharita dentro de una taza, el revuelo de las páginas de un libro, el sordo impacto de la ropa cayendo al piso. Y el silencio, de pronto atravesado por una carcajada luminosa. 

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