Vivíamos en
un monoambiente oscuro y ruidoso. Esos eran sus atributos principales, aunque
no figuraban en la descripción de los clasificados o en el monólogo del locador.
Oscuridad y ruido. No había manera de atenuar un defecto sin potenciar el otro.
Por ejemplo, podíamos abrir al máximo la persiana para intentar atrapar unos
raquíticos rayos de sol pero lo único que entraba, y a raudales, era el
universo sonoro de los vecinos. Forcejeos de cerradura, portazos, llantos de
niños, ladridos, discusiones, televisores a todo volumen. No había que afinar
mucho el oído para oir un taconeo en el vestíbulo de la planta baja o el chisporroteo
de una sartén en el apartamento de enfrente. Una vez captamos con absoluta
claridad un maullido agónico en la terraza. Y hasta un bostezo en el
pasillo.
Del mismo
modo, podíamos bajar las persianas y correr las cortinas para evitar el
alboroto, pero entonces la falta de estímulos visuales nos desorientaba. A la
media hora del encierro nos sentíamos cansados y melancólicos. Y ni siquiera
así lográbamos un silencio absoluto. Todo el ambiente era una caja de
resonancia que amplificaba hasta las más mínimas vibraciones del exterior y las
emparejaba en volumen y jerarquía. La combustión de un fósforo, la descarga de
un inodoro, la explosión de poleas del ascensor. Todo lo mismo. Una abigarrada
y estridente paleta sonora. Luigi Russolo se habría hecho una panzada.
Lo que más
deseábamos era una cáscara hermética que nos permitiera apreciar los frágiles murmullos
de la intimidad: el tintineo de una cucharita dentro de una taza, el revuelo de
las páginas de un libro, el sordo impacto de la ropa cayendo al piso. Y el
silencio, de pronto atravesado por una carcajada
luminosa.
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