No hace falta verlo para saber que está sentado en el borde del
abismo, saco de tweed y raya al costado, tranquilamente acomodado entre el
Baldwin y la Nada y como suspendido en una paz totémica, en una calma profunda
que nos hace pensar en esos sonámbulos que arrancan flores a la orilla de un
precipicio. Pero
no todo es ensueño, lo de los ojos cerrados y por eso retrocedemos
cuando el cognoscente
proclama “lírico”, dictamina “salvaje”, porque sospechamos la orfandad de
sentido detrás de las palabras, porque entrevemos una esencia de Apolo sublunar
en esos modales de muchacho de New Jersey y sobre todo porque el piano —que
más que un piano es un sismógrafo— ya deja escapar el primer suspiro de Spring is
Here, y entonces es el vértigo en el estómago, los primeros
síntomas de apunamiento a la inversa y los ojos acostumbrándose a la penumbra
primigenia, al descenso ineluctable mientras desde arriba unas manos blanquísimas
nos mantienen a flote, nos atrapan y nos abandonan a una caída libre en cámara
lenta y desde algún lugar, atravesando el aire negro, aparece la vara de Motian
golpeando el disco solar, desparramando luciérnagas subterráneas como chispas
fosforescentes que van inflamando el túnel por donde asciende la purísima
letanía de Bill Evans, y un poco más abajo, el ronroneo del contrabajo bogando
como un sifonóforo ciego, caprichosamente luchando y estremeciéndose en las
manos del capitán LaFaro que amenaza con sofocarlo con un golpe de arco. Ya
casi tocamos fondo cuando deviene el derrumbe, un martilleo luminoso abre la
garganta del túnel y nos deposita en un espacio vastísimo, una ciudadela minada
de terrones preciosos, de ruinas incandescentes, y en el momento menos pensado Stars appear!
y nos preguntamos por qué esta vez la noche nos invita, qué tiene
de especial y quizás entonces entendamos que para escuchar a Bill Evans mejor
apagar las estrellas, rodar hasta el corazón de las Marianas sin Trieste, sin
Rama Dorada, caer en un sueño milenario hasta que algo nos termine por
despertar, una ausencia, un sismo. Después del último derrumbe a nadie se le
escapa que este descenso también era una ilusión, que no era otra cosa que las
fantasmagorías terrenales levantando vuelo como himnos eucásticos,
sublimándose, buscando la comunión en el brillo incorrupto de las esferas
celestes, y nosotros, simples testigos del engaño, desplazados y anestesiados
por la melopea encantatoria, despertamos con un cosquilleo en la punta de la
lengua y los oídos y nos sentimos confundidos y a salvo, un poco como Jacob
pero sin escalera, sin ángeles, sin sed.
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fotografía de David Redfern |
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