domingo, 31 de agosto de 2014

¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!, de Harry Harrison

Por Maximiliano Ponce



“Sus árboles fueron quemados hace muchas décadas, sus colinas aplanadas, y las límpidas lagunas desecadas y rellenadas de tierra, en tanto que los cristalinos manantiales han sido aprisionados bajo tierra y vierten sus puras aguas directamente en las cloacas. Alargando sus tentáculos urbanizadores desde su isla natal, la ciudad se ha convertido en una megalópolis con cuatro de sus cinco barrios cubriendo la mitad de una isla sobre un centenar y medio de kilómetros de longitud, engullendo a otra isla y desparramándose río Hudson arriba por el continente norteamericano”. 



Esta sombría descripción de Nueva York sirve de prólogo a la novela de Harrison Make Room! Make room! (1966), que explora temas como la superpoblación, la depredación de los recursos, la contaminación y la desigualdad social. A diferencia de otras obras disutópicas, acá la amenaza no se encuentra en el abuso de poder de un Estado totalitario —como en 1984 o en Un Mundo Feliz— sino que es producto de su falta de acción a la hora de decidir cuestiones centrales como el control de natalidad o la administración de los recursos.

Como siempre, dentro de la novela habrá quienes interpreten esta decadencia como signo inequívoco del Apocalipsis. El final dejará en claro que se trata de una lectura incorrecta. En este mundo agonizante no tenemos siquiera el privilegio de formar parte de un plan divino (por perverso que éste fuera). Todo esto constituye el telón de fondo en el que se desarrollará la trama.



(Atención: spoilers)

El procedimiento elegido por Harrison es el de colocar a un puñado de personajes en una situación extrema y obligarlos a mostrar su verdadera esencia (esa cara que muchas veces, la sociedad civilizada, nos permite ocultar). Entre el mosaico de reacciones aflora el “sálvese quien pueda” (encarnado por la materialista Shirle y el marginado Billy Chung, aunque con distinta suerte), el “resiste hasta el final” (éste es Andy, quizás el único personaje íntegro de la novela), y el utópico “hay que cambiar el mundo”, que contagia al anciano Sol y lo arrastra a su muerte.
Andy y Schirle, en la versión cinematográfica de la novela, llamada "Soylent Green"


El autor no afloja en ningún momento su visión pesimista. Si nos concede un idilio romántico, es sólo para mostrarnos que no es más que pura apariencia, sostenida en una transitoria comodidad material (el mes de convivencia de Andy y Shirle en la mansión de Big Mike). Esto hace que casi todas las historias tengan un desenlace amargo.  

Es interesante también la estrategia narrativa elegida por Harrison. En el primer capítulo nos presenta al agente de polícia Andy Rusch y a Sol, su compañero de cuarto. La escena del saqueo que cierra la primera parte sirve para introducir al desdichado Billy Chung, cuya desesperación lo llevará más tarde al asesinato de Big Mike. El crimen deja desamparada a Shirle, y ahí es cuando vuelve a entrar en escena Andy, en su papel de protector y luego, de amante. Se trata de una interconexión entre los personajes al estilo “efecto mariposa”, en el que la más mínima acción termina repercutiendo en el otro.

Otro punto a favor son las descripciones. Harrison logra exacerbar esa incomodidad que todos experimentamos alguna vez viajando en un colectivo demasiado lleno… calor excesivo, aglomeración, transpiración de los cuerpos. El resultado es agobiante.

También nos regala algunas imágenes memorables, como el cementerio de autos, que los sin techo utilizan como pensión gratuita, o las oscuras y silenciosas estaciones de subterráneo, que el "Departamento de Bienestar" destina como refugios para familias desamparadas.

Pero lo que motoriza la trama sigue siendo el contraste entre los personajes, la moral detrás de sus elecciones. Y es que para algunos, “si Dios no existe, todo está permitido”.

domingo, 3 de agosto de 2014

El espectro del Titanic, de Arthur C. Clarke

Por Maximiliano Ponce


¿Es posible que la misma Naturaleza que lo hundió sea la responsable de frustar los esfuerzos por reflotarlo un siglo después? Esta idea recorre la trama de El espectro del Titanic (The Ghost from the Grand Banks), una novela de Arthur C. Clarke publicada en 1990.


Con distintos medios y propósitos, dos grupos de empresarios buscarán sacar la nave a la superficie (cada cual eligirá su mitad). No queda mucho tiempo: el 2012, centenario del naufragio, marca el final de la cuenta regresiva, y aparte de la conmemoración hay intereses personales de por medio.



¿Quiénes están detrás de esta monumental empresa? Por un lado el excéntrico matrimonio Craig, célebre por salvar a importantes compañías del temido “efecto 2000” —o Y2K, su apodo más popular— y con una extraña obsesión por el conjunto Mandelbrot y sus lisérgicos diseños. Su estrategia, paradójicamente, consiste en envolver la popa en una burbuja de hielo flotante... 
En la otra esquina está el clan de los Parkinson, una rica familia inglesa que, con el asesoramiento del inventor Roy Emerson, empleará millones de microesferas de cristal para subir la proa. 
Entre ambos bandos actuará de árbitro Jason Bradley, un intrépido ingeniero oceánico, experto en el arte de espantar pulpos gigantes y otras habilidades submarinas.  



No es la novela más conocida de este autor —pertenece a su última etapa— pero sí la primera que leí de él. Y lo que me gustó, viniendo de un escritor de la hard SF, es que la historia está salpicada de pasiones y dramas humanos que la convierten en algo más que una fría y vanidosa carrera tecnológica entre magnates. Ahí entra, por ejemplo, la fascinación por los números que lleva a la locura mística; la fantasía de “resucitar” un cuerpo criogenizado; y una pregunta inquietante: ¿será el Titanic ese amuleto perdido que dará cuenta de nuestra existencia cuando el sol se haya apagado y no existamos más?


A 102 años del naufragio, los esfuerzos por “sacar a flote” el trasatlántico con tecnología 3D y la construcción de una réplica —Titanic II— que lleva adelante el multimillonario Clive Palmer parecen confirmar la fascinación que todavía hoy existe por esa cápsula hundida en las profundidades del mar y del tiempo.



lunes, 21 de julio de 2014

Quemando Cromo, de William Gibson (parte II)


Por Maximiliano Ponce

Segundo post dedicado a los cuentos de la colección Burning Chrome (1986).

Estrella Roja, Órbita de invierno: Acá el ingrediente CF pasa por la especulación sobre un futuro alternativo en el que la Unión Soviética gana la carrera espacial y se convierte en la principal potencia, por sobre Estados Unidos. Pero un motín dentro de una ciudad en órbita precipitará la caída del régimen y con él, los sueños de conquista espacial. Comparte crédito con Bruce Sterling, otro autor que ayudó a moldear la corriente cyberpunk. Es el que menos me convenció del conjunto, si bien las vívidas descripciones de la estación y sus condiciones de vida son admirablemente verosímiles.
     

Hotel New Rose: Narrado en segunda persona (o más bien, dirigido a un “tú” ausente) cuenta la historia de una traición. Dos empresas luchan por seducir a los científicos más talentosos pero una femme fatale llevará el plan a la ruina. En el presente del narrador la historia ya ocurrió: como lectores asistimos a una reconstrucción de los hechos, que suena anhelante, casi como un ruego. Existe una versión cinematográfica dirigida por Abel Ferrara.


El Mercado de Invierno: Lise, una artista que vive “dentro” de un exoesqueleto a causa de una enfermedad congénita, graba un disco directamente a partir de sus pensamientos. Pero el cuento es más que eso: lidia con temas tan disímiles como la relación del arte con la tecnología, la discapacidad, el amor, y el valor de los desechos en nuestra sociedad de consumo. Uno de los puntos más altos de la serie.
     

Cómbate Aéreo: Un joven vagabundo recala en un pueblito y se propone ser el mejor en un juego de batallas de aviones 3D. Su ambición de grandeza lo empujará al robo y al uso de drogas que aumenten su desempeño. El desenlace deja en la boca un sabor amargo, que nos hace replantearnos sobre el verdadero valor de la victoria y la derrota.


Quemando Cromo: Como ya dijimos, es el que más ahonda en la faceta cyber de todo el conjunto. Bobby encarna el software; Jack, el hardware. Estos dos “vaqueros” tratarán de “quemar” la cuenta bancaria de Cromo, una poderosa delincuente metida en negocios sexuales y el crimen organizado. El término ciberespacio, acuñado por Gibson y manoseado hasta el hartazgo por la prensa y el cine, aparece acá por primera vez, al igual que las descripciones de la matriz, espacio virtual que mediante figuras geométricas representa la relación entre datos, los virus, los sistemas de seguridad (tambien llamado “hielo”, por sus siglas en inglés ICE, Intrusion Countermeasures Electronics), etcétera. Este cuento introduce muchos personajes e historias que aparecerán en novelas posteriores (en particular las que integran la Trilogía del Ensanche).


Gibson nos sumerge en sus relatos de golpe, sin filtros ni anestesia. No pasamos por las —a menudo tediosas— explicaciones preliminares sobre el contexto y la época en que esas historias ocurrieron sino que somos testigos directos de los hechos. Los narradores parecen dirigirse a un lector que es parte de ese mismo mundo que ellos describen. Tales omisiones y datos implícitos pueden dificultar la comprensión inicial, pero las cosas se van aclarando a medida que avanza la lectura. Otra característica del estilo gibsoniano es el preciosismo en la descripción, recurso menospreciado o poco tenido en cuenta en otras corrientes del género. Acá el autor no ahorra detalles a la hora de informar sobre texturas, materiales, colores, mecanismos, estructuras, funcionamientos, etcétera. A veces la profusión de vocabulario técnico puede abrumar, pero esa misma manía se agradece cuando se traslada a cuestiones abstractas o intangibles como el entorno de una matriz de datos o las alucinaciones que provoca una droga. Por eso, para entrar en el universo cyberpunk creo que lo mejor es perderse y dejarse arrastrar por este artefacto narrativo-sinestésico. El efecto es potente; la resaca, memorable.

domingo, 13 de julio de 2014

Quemando Cromo, de William Gibson (parte I)

Por Maximiliano Ponce


Quemandro Cromo (Burning Chrome), de 1986, reúne los cuentos de William Gibson publicados durante los primeros años de la década de los 80 en diversas revistas de ciencia ficción. Ahí dentro encontramos los ingredientes esenciales de la corriente cyberpunk: hackers temerarios, corporaciones inescrupulosas, trances de realidad virtual, drogas duras, y antros de mala muerte, todo envuelto en una densa aura de niebla y neón. (Estos mismos elementos van a ser desarrollados en Neuromante, primera entrega de la Trilogía del Ensanche). Se trata de un conjunto de relatos sólidos, barrocos, impregnados de esa estética que hoy relacionamos instintivamente con Blade Runner o —para los nacidos en los 90— con la saga Matrix, aunque algunos se apartan un poco de esa línea.          
En dos entradas voy a reseñar los diez cuentos que integran la colección. Vamos con los cinco primeros: 


(PUEDE CONTENER ALGUNOS SPOILERS)

Johnny Mnemónico: Abre la serie y aporta el elemento punk (así como el último relato inyectará la dosis cyber al conjunto). Johnny se gana la vida alquilando su cabeza como disco duro portátil para traficar datos. Los problemas llegan cuando se interna en los bajos fondos para tratar de cobrarse una antigua deuda… Aquí aparece por primera vez Molly —la “joven manos de cuchilla” que tendrá un papel central en Neuromante— y una descripción de los especímenes urbanos que pueblan el submundo del Ensanche. Curiosidad: el cuento sirvió de inspiración (aunque difiere en muchos aspectos) para la película del mismo nombre protagonizada por Keanu Reeves.

El continuo de Gernsback: Un fotógrafo adicto a las anfetaminas recibe un encargo para retratar la arquitectura representativa del “futuro que pudo haber sido y nunca fue”, ese paraíso utópico imaginado durante los años 30 y 40. Mientras realiza su trabajo, empieza a experimentar visiones y alucinaciones de ese “continuo” (el título alude a Hugo Gernsback, editor de la primera revista dedicada al género SF y en cuyo honor se celebran cada año los premios Hugo).


La descripción de los comerciales de mediados de siglo me recuerda a cierto suplemento que publicaba La Razón a fines de los 60 y que detallaba, con retórica optimista, los avances tecnológicos que íbamos a poder disfrutar tan sólo 20 años más tarde. Yo leía estos amarillentos fascículos a mediados de los 90 y sabía que nada de eso había llegado ni llegaría jamás... Eran en su mayoría especulaciones sin perspectiva, basadas en la exageración de algún elemento cotidiano que ya no sería relevante en el “futuro real”, aunque quizás, como sucede en el cuento, convivimos con vestigios de esos "futuros que no fueron" sin siquiera darnos cuenta.


Fragmentos de una rosa holográfica: Organizado alrededor de la poética imagen que da nombre al relato, explora la posibilidad de “grabar” sensaciones físicas y manifestaciones mentales en dispositivos que permiten luego su reproducción con fines de entretenimiento, placer, o comunicación unidireccional (un germen de la tecnología “simestim” o de simulación sensorial que Gibson desarrollará en obras posteriores). Se aparta del ritmo frenético y la atmósfera noir para revelar, a través de viñetas de aire nostálgico, hechos del pasado del protagonista. El uso del flashback y el motivo amoroso lo unen estilísticamente con el séptimo cuento de la serie. 


La especie: Escrito en colaboración con John Shirley (primero de los tres relatos compuestos “a cuatro manos”), narra la creciente obsesión de un aburrido profesor de lingüística por una mujer enigmática que camaleónicamente muta de aspecto y de vestuario para amoldarse a los bares que visita. La persecución culminará en un dramático descubrimiento… 


Regiones apartadas: Una anomalía en la ruta hacia Marte provoca la misteriosa desaparición de naves espaciales. Los cosmonautas que logran regresar, tras una prolongada ausencia, vuelven en estado de shock o sin vida, pero traen del más allá valiosos fragmentos de conocimiento pertenecientes a civilizaciones mucho más avanzadas. Los trastornados viajeros son recibidos en un paraíso artificial llamado “El Cielo”, donde agentes entrenados les prodigan cuidado y atención hasta que la locura o la muerte los devora. Al igual que el anterior, no contiene elementos típicos del cyberpunk, aunque por su original y atrapante argumento es uno de los mejores de la serie. 


            Por acá, la segunda parte.

martes, 1 de julio de 2014

The Two Lonely People

Por Maximiliano Ponce (escrito en junio de 2012; dedicado a Mariano Pennisi) 

Te acordarás de nuestras manos inexpertas,
que en una noche de Villa Crespo balbuceaban, 
ávidas de lejanía, la música pretérita de un río
inaccesible, exhumando en el fondo del San Bernardo
espejos griegos y bestias familiares,
mientras la alegre sombra de Sófocles
jugaba al pool en las mesas contiguas.
Sí, totémicos silencios que nos amparaban
de la bulla de Corrientes,
(Serpiente luminosa que una vez pisamos de punta a punta,
Desafiando a las tribus del exceso con armas mundanas
Y vocablos inéditos)
Recordarás también
Que hace un par de días la ciudad
Sangraba un sueño abúlico,
Sin rumbo, mientras nosotros,
Tímidos oradores,
Hacíamos malabares
En la sala del insomnio.

Siste Viator


Por MP (escrito en mayo de 2012, luego de mi primera visita a Buenos Aires tras radicarme en San Luis) 

* Vuelta a Buenos Aires después de siete meses. A medida que el micro ingresa en la ciudad distingo las callecitas estrechas, mezquinas, las casas iguales y apretujadas, los árboles abatidos y los techos sucios de hojas, bolsas y papel de diario. Son casi las once de la mañana y me alegro de que el cielo esté nublado, de que no sea una prepotencia de azul. Pienso que el color plomizo le conviene a Buenos Aires, que sus fachadas, sus esquinas, sus terrazas conviven mejor en un ámbito gris y uniforme. Al igual que París, su hermana de ultramar, Buenos Aires debería ser siempre en blanco y negro.  

* Ni de mañana, ni en la diurnalidad, ni en la noche vemos de veras la ciudad (J. L. Borges)  

* Como tengo que retirar mi documento, pero no sé cómo ir en colectivo decido caminar. Súbitamente, me acuerdo de un pésimo poema que escribí hace unos años y que terminaba con la frase camino los quinientos cuarenta y nueve pasos / que me separan del registro civil / mientras evalúo en qué invertir / tanta soledad infinitesimal. Sospecho que en esta ocasión la cantidad de pasos será mayor aunque tampoco puedo estar seguro, en cualquier caso el día está ventoso, húmedo y tengo ganas de pasear. Doy con la avenida Alem y avanzo en dirección a Paseo Colón, sobre la ancha vereda que rechaza la luz y que parece un largo pasillo con columnas y candelabros rotos. Veo bancarios, oficinistas, empleados de call center fumando en la vereda. En Buenos Aires, fumar también es una necesidad estética, una forma de agregar más gris al gris. También los rostros son grises, manchados de smog y cenizas. No digo que estén tristes, pero da la sensación de que tienen el corazón fosilizado. Sigo caminando. Más adelante, escucho una melodía de tango. Cuando estoy más cerca compruebo que un señor de saco negro y zapatos entona “Garganta con arena”. A excepción de unos empleados municipales que están almorzando unos sandwiches de fiambre en la entrada de un edificio, la cuadra está vacía. Ellos escuchan, en silencio.



* “Los silbidos, la gente que iba silbando por la calle, eso era lo que extrañaba de Buenos Aires” (extracto de “Martín Hache”).

* En casa de mi hermana, vi el último pedazo de la película de Aristarain y supe enseguida que querría volver a verla. Ahora me pregunto si aquel cantor que dedicaba su tango a los barrenderos en Alem no será uno de los nombres de la nostalgia, algo así como los silbidos, o como los techos feos, cuadrados y blancos que Hache extrañaba de Buenos Aires.