En primer o segundo grado escribí un cuento sobre un pequeño Pegaso perdido que no sabía volar. Era algo así: mientras vaga por un desfiladero en busca de su familia lo sorprende una bestia salvaje (un felino, si mal no recuerdo), de mirada amenazante y fauces espumosas. El caballito alado comienza a correr y después de un agitado galope llega al borde de un precipicio. El felino lo sigue de cerca y entonces el Pegaso, sin más escapatoria, decide arrojarse al abismo. Naturalmente, durante la caída despliega sus blancas alas y entonces comienza a planear sin dificultad sobre la cálida corriente hasta que alcanza la otra orilla. El susto le enseñó más que cualquier lección avanzada de vuelo. Del otro lado lo aguarda una sorpresa: un grupo de Pegasos pastando apaciblemente. Entre la tropilla, el pequeño Pegaso reconoce a su madre (¿Pegasa?), un ejemplar distinguido que lo recibe con una sonrisa amable y las alas abiertas. El happy ending era previsible, pero no minaba la intensidad emotiva del relato. Lo que ignoraba en mi corta experiencia era que ningún felino conocido se alimenta de equinos voladores. Licencias de la fantasía, supongo.
Hace poco recuperé este recuerdo que durante muchos años permaneció en el olvido. No sé cual fue el detonante y poco importa. Me gusta la historia. No es en absoluto original; la idea de que el miedo impulsa la aparición de las virtudes naturales es vieja, por no decir trillada. Me viene a la cabeza Dumbo, con su mágica pluma que no era diferente a la varita de un mago. Esa era una de mis películas favoritas cuando era chico. Todo esto, unido a un acercamiento curioso a diccionarios y libros de mitología, arrojó como resultado esa versión estilizada y helénica del clásico de Disney que germinó en mi cabeza. Yo lo escribí en un cuaderno que circulaba por las manos de cada alumno y que se llamaba algo así como "cuaderno viajero". La historia del Pegaso selló las últimas páginas de aquel ejemplar.
Y esto también me recuerda a Kafka. Nabokov, en su Curso de Literatura Europea reveló para siempre que Gregor Samsa —el insecto que es Gregor Samsa— no es en realidad una cucaracha sino un escarabajo, y este escarabajo posee un caparazón con élitros que ocultan unas pequeñas alas capaces de transportarlo varios kilómetros. El drama de Samsa es que, a diferencia de Dumbo y a diferencia del pequeño Pegaso, nunca utilizó el vuelo para evadirse de su pesadilla. Y no porque no quisiera (qué otra cosa hubiera querido en el mundo el pobre Gregor) sino porque simplemente no sabía que tenía alas. Fatalmente, el desconocimiento, la ignorancia, condiciona su tragedia y precipita su fin. Acaso una moderna contracara de Ícaro, pero con el mismo funesto y sombrío destino.
Me hizo reír el post. Como siempre me encanta leerte.
ResponderEliminarAli.
¿Qué parte? Y yo que pensé que había escrito algo serio...
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